Osvaldo Cabrera, kinesiólogo del Instituto Nacional del Tórax, es el autor de este bello cuento que rescata algo de nuestra cultura mapuche, siempre en el contexto de la salud.
Puntualmente llegué ese día a la casa de Javiera, tal como lo hacía tres veces a la semana desde hace bastante tiempo. Javiera era una hermosa niña de tres años que tenía una enfermedad respiratoria llamada fibrosis quística. Por este motivo estaba en constante tratamiento kinésico para ayudarla a eliminar sus secreciones bronquiales. Sin embargo, algo había cambiado en todo lo rutinario que se hacía en las visitas. Al tocar el timbre de la casa y esperar que abrieran, una mujer extraña salió a mi encuentro. “Adelante”, me dijo con voz seca y mirando hacia el suelo. Era una mujer baja, pero robusta. No pude determinar su edad, solo sospeché que tenía algo más de 40 años. Su figura era erguida; sus cabellos, negro azabache sin ninguna cana, y su piel, curtida por el sol. “¿Y la señora María?” pregunté cuando saludé a la mamá de Javiera. “Está enferma”, me respondió en tono amable. “Y como le dieron licencia, se fue a su tierra, a Nueva Imperial, a recuperarse”. Haciendo una pausa y dirigiendo su mirada la mujer que me había recibido a la entrada, prosiguió: “Pero amablemente le pidió a su prima Carmen que la reemplazara”.
Comencé la sesión de kinesiterapia tal como lo hacía siempre, con Javiera recostada boca abajo sobre una almohada. Sin embargo, al realizar cierta maniobra kinésica que consistía en golpetear rítmicamente la espalda de Javiera con la mano ahuecada cual si fuera una ventosa, pude ver de reojo la imagen de Carmen asomándose tímidamente por la puerta del dormitorio. Fue una sensación extraña, difícil de definir. No era la típica sensación de sentirse observado, sino más bien de sentirse “evaluado”. Ni siquiera cuando di mi examen de título ante tres reconocidos docentes sentí algo parecido. Terminé la sesión siempre sintiendo esa sensación extraña.
Cuando volví a la siguiente visita, lo primero que me comentó Magdalena, la mamá de Javiera, fue que Carmen le había dicho que en su tierra, en el campo, la machi hacía lo mismo cuando los niños tenían tos con flema. Los acostaba sobre sus rodillas, les ponía el kultrún en la espalda y dando rítmicos golpes al instrumento, los hacía toser. Quizás ahí estaba la respuesta a esa sensación extraña. Sin embargo, esta vez ocurriría algo que me dejaría más confuso.
Javiera ya se sentía mejor y, quizás por esa razón, estaba increíblemente inquieta. Comencé la sesión de ejercicios respiratorios, pero cada vez era más difícil sostenerla. Se giraba a un lado, luego al otro, trataba de sacar mis manos de su tórax. En esa lucha estaba cuando apareció nuevamente Carmen. ”¿Le ayudo, doctor?” me dijo con voz suave. Sin darme tiempo a una respuesta, se sentó al lado de la niña, puso su mano derecha sobre la frente de Javiera y pronunció unas palabras en mapudungún que no pude identificar. En forma instantánea, como si una inyección de Valium, Diazepan o el más fuerte tranquilizante hubiera fluido de su mano, Javiera, la inquieta niña hasta hace un segundo, era hora un pequeño ser que dormía plácidamente.
Terminé la sesión en silencio, tal como me despedí de la mamá de Javiera. Solo pude pronunciar palabra cuando Carmen me abrió la puerta de la reja que daba a la calle. “Por favor, Carmen- le dije– dígame cómo lo hizo”. Y ella, siempre mirando de reojo, susurró: “Secretos de una machi, doctor; secretos de una machi”.